Agradable sorpresa (M/F)

En la empresa en la que yo trabajaba en el año 2011, además de la característica cena de navidad, solíamos juntarnos varias veces en verano. Algunas veces íbamos a cenar, pero la mayoría de ocasiones era para tomar algo. Aquella tarde habíamos quedado en un chiringuito junto a la playa y acudimos un grupo de unas ocho o diez personas. Había buena relación y en general siempre íbamos los mismos, pero ese día vino una persona que no se solía apuntar a esas salidas.

La llamaremos Cintia. Tenía entonces unos 24 años y aunque en el trabajo siempre nos habíamos llevado muy bien, nunca había sentido atracción por ella ni la había mirado del modo en que la miré aquél día. Era muy delgada, bajita, blanquita de piel, con el pelo negro largo y liso, aunque generalmente descuidado (solía llevar moño en el trabajo), ojos marrones, nariz pequeña y la dentadura no muy bien alineada. Además, Cintia llevaba unas semanas más descuidada de lo normal ya que hacía un par de meses que había fallecido su madre y eso le afectó bastante.

Pero esa tarde Cintia, que se había apuntado a última hora, llegó distinta. Se había maquillado un poco, llevaba el pelo planchando, una camiseta de tirantes (creo recordar que fucsia o naranja) y unos pantalones vaqueros cortos. La saludé sorprendido, pues fue muy agradable verla. No obstante, lo que más me sorprendió de Cintia fue lo que vi cuando miré hacia abajo tras un rato hablando con ella. Llevaba unas simples chanclas, que mostraban a la perfección sus pies. Los miré disimuladamente y con curiosidad, puesto que nunca los había visto. Eran pequeños, finos, de apariencia suave y muy bien cuidados, con las uñas arregladas pero sin pintar.

La tarde transcurrió amena entre charlas y risas hasta que la gente se fue yendo, pero yo me había pasado gran parte del rato charlando con ella. Cuando nos acabamos de despedir de todo el mundo y aparentemente ella también se iba, le comenté que me iba a ir un rato a pasear por la playa y le pregunté si quería venir. Cintia accedió sonriendo. Nos pedimos unas bebidas en vasos de plástico y fuimos a pasear. Estaba atardeciendo y se estaba muy tranquilo. 

Tras unos veinte minutos de paseo por la arena y una distendida charla, nos sentamos el uno frente al otro sobre la arena con las piernas cruzadas en posición de loto. En un momento dado, yo me quité los zapatos y los calcetines para estar más cómodo y ella se quedó mirando mis pies.
- Tienes los pies enormes, ¿qué talla usas?
- La 44, tampoco son tan grandes.
- Son gigantes - dijo, echándose a reír.
- A ver, comparados con los tuyos... - le contesté.
Entonces ella se quitó una chancla y alargó la pierna, dejando la planta de su pie justo frente a mí.
- Pon el pie, - me dijo - vamos a comparar.
Yo obedecí, alucinando, y puse la planta de mi pie contra la del suyo. 
Como había tanta diferencia, las puntas de los dedos de su pie quedaban justo debajo de los dedos del mío. Ella movió ligeramente sus dedos y yo aparté un poco el pie por las cosquillas.
Ella se echó a reír pero no dijo nada, así que, como no quería que la cosa acabara ahí, le eché algo de coraje y le dije:
- A ver, déjame un momento tu pie.
Sorprendentemente, obedeció sin hacer preguntas. Yo agarré su pie por la planta y pude comprobar que era extremadamente suave al tacto.
- Es que es muy diminuto - me burlé.
- Ay, dame un masajito, ¿no?
Estaba tan receptiva a todo que yo apenas estaba nervioso, ni incómodo por la vergüenza como me suele pasar en estas ocasiones. Entonces empecé a masajearle la planta y los dedos mientras ella seguía charlando de uno y otro tema. Al cabo de un par de minutos, como no hubo señal alguna de cosquillas, decidí ir directamente al grano.
- Yo en los pies tengo mogollón de cosquillas, ¿tú no tienes?
Le hice la pregunta pero no el intento de hacerle cosquillas para no incomodarla.
- Sí tengo, cuando me hacen con intención sí tengo - contestó, aunque no parecía asustada por la idea de que pudiera hacérselas, por lo que me quedé callado un par de segundos y le dije:
- Sabes que ahora me está costando mucho no caer en la tentación, ¿verdad?
- Jajajajaja, no seas malo - dijo, aunque sin retirar el pie.

La sensación de, segundos antes de hacerle cosquillas a un pie por primera vez, no saber cuál va a ser la reacción, es algo que no sé bien cómo describir. Los segundos se detienen, el pulso se acelera y sólo escuchas tus latidos y el sonido que haces al tragar saliva. Le estaba dando un masaje en el pie a una compañera con la que, unas horas antes, no imaginaba ni estar hablando con ella. Notaba el tacto de su suave planta, seca por el contacto con la arena, la cual estaba a punto de descubrir hasta qué punto era sensible y eso me excitó bastante. 

La miré sonriendo maliciosamente y deslicé las yemas de los dedos suavemente por su planta mientras sostenía su pantorrilla con la otra mano. Su pie reaccionó de inmediato, con un leve temblor, trazando un círculo con su tobillo como eje para rehuir las cosquillas. Ella rió en silencio echando la cabeza hacia atrás, pero no apartó el pie, así que repetí la misma operación de antes, pero algo más sostenida en el tiempo. De nuevo, un temblor, más intenso que el anterior. Su pie se movió de un lado a otro y entonces de su boca escapó por fin una risa aguda que fue incapaz de contener.

- No aguanto, eh - me dijo entre risas.
- Ya veo, ya.

Seguimos hablando un rato hasta que nos levantamos, caminamos hasta el paseo y nos despedimos. Desde ese día, mi relación con ella se estrechó bastante hasta que acabé en ese trabajo y a día de hoy nos seguimos saludando con mucho cariño y alguna vez charlamos un rato, pero ya nunca más hubo cosquillas, lamentablemente.






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